No hay forma de esquivar el coronavirus. Lo que nos parecía un problema lejano hace solo unas semanas, ahora afecta a las vidas de millones de europeos. Italia ya no es el único lugar donde se les ha ordenado a los ciudadanos que se confinen y que reduzcan los desplazamientos al mínimo. Francia, España, Alemania, Polonia, Bélgica y muchos otros países también han puesto en marcha medidas de emergencia. El nuevo coronavirus no solo nos recuerda lo frágiles que somos como especie. Supone además un descarnado aviso de lo mal preparados que estamos para afrontar los sobresaltos que vendrán si no somos capaces de frenar el cambio climático.
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En medio de la bruma generada por esta crisis, vemos un rayo de luz al comprobar que, cuando nos enfrentamos a una emergencia, aún somos capaces de aunar esfuerzos con celeridad y contundencia. También Bélgica, mi país de origen, a pesar de su estructura bizantina de gobierno, ha sido capaz de superar sus diferencias e imponer restricciones sin precedentes a particulares y empresas. Sorprende ver cómo a la sensación de angustia y ansiedad se le une un sentimiento de unidad, solidaridad y persecución de un objetivo común. Juntos superaremos la crisis sanitaria.
Entretanto, no obstante, nuestra economía se aproxima a una recesión que podría acabar agravándose seriamente con facilidad. Se cancelan eventos, los bares no abren y las pymes se ven obligadas a echar el cierre durante semanas, a la vez que el consumo y la fabricación se desploman (solo se libran UberEats, las videoconferencias en Zoom, Netflix y los fabricantes de papel higiénico). Puede que algunos crean que la crisis del coronavirus nos dicta el camino a seguir para resolver el problema de las emisiones del transporte: los aviones se quedan en tierra, el teletrabajo se practica más que nunca y los viajes se mantienen al mínimo. No es verdad. Estamos siendo testigos de una tragedia y del comienzo de graves dificultades para ciudadanos y empresas de toda Europa.
El Viejo Continente debe dar respuesta a una disyuntiva que decidirá su futuro. ¿Cómo encaramos la crisis económica? ¿Podemos salvar el Pacto Verde?
Empecemos por lo básico. No se puede culpar a nadie de esta crisis. Ni los manirrotos del sur, ni los agarrados del norte ni los malvados banqueros han sido los responsables de este desastre. Estamos ante una causa de fuerza mayor. Puede que eso ayude a no volver a caer en el sinsentido de la austeridad que se impuso a países como Grecia o Italia tras la crisis de 2008. Una nueva ola de medidas de este tipo no solo alargaría innecesariamente la crisis sino que agravaría la situación. También supondría un grave riesgo para la democracia.
El compromiso de Ursula von der Leyen de flexibilizar al máximo las reglas presupuestarias para Italia es un primer paso en la dirección correcta. Sin embargo, una vez superada la fase de primeros auxilios, hará falta mucho más para evitar que este episodio degenere en una depresión profunda. Este plan de reconstrucción más a largo plazo tiene que seguir la estela del Pacto Verde Europeo y la estrategia industrial de la UE, aprobados recientemente. Sin embargo, la parte dedicada al empleo y al desarrollo económico del Pacto debe reforzarse aún más. Necesitamos un nuevo Pacto Verde.
Ese plan de reconstrucción debe proporcionar amparo, proteger los puestos de trabajo y ayudar a las empresas solventes a capear el temporal. Y, por encima de todo, debe crear nuevos empleos para sustituir aquellos que no se hayan podido recuperar. Los recursos económicos no son ilimitados. Habrá que elegir. Por eso, no debemos utilizar la poca munición que nos queda para tratar de volver a la situación anterior a la crisis. En su lugar, tendríamos que centrarnos en acelerar la transición ecológica. Para eso, los distintos Gobiernos deben evitar aquellos estímulos económicos que incentiven conductas que garantizarán nuevas emisiones de carbono de cara al futuro, como la construcción de carreteras, la ampliación de aeropuertos o los incentivos a la compra de vehículos diésel o gasolina.
Tampoco debemos hacer caso a la oportunista recomendación de algunos fabricantes de coches que sugieren sin ningún tipo de vergüenza que habría que olvidarse de las normas de emisiones de CO2 de la UE para 2020-2021, como explicamos en este artículo. Ni una normativa más laxa ni la reducción de inversiones en tecnologías limpias son necesarias ahora mismo, y, con toda seguridad, llevarían a la irrelevancia económica de Europa a largo plazo.
Ya se aplican o se están estudiando medidas como exoneraciones fiscales, préstamos puente, subsidios de desempleo para despidos temporales o planes de incentivos para cambiar de vehículo. Un plan de reconstrucción inteligente condicionaría las ayudas a que los fabricantes continuasen con la transición hacia los vehículos de cero emisiones e invirtiesen en Europa. Cuando Obama rescató a General Motors y Fiat Chrysler en 2009, lo hizo a cambio de que aceptasen cumplir la normativa de emisiones más ambiciosa de la historia, y la oferta les sentó muy bien a ambas empresas.
Ese mismo principio vale también para el sector de la aviación, al que la crisis del coronavirus está golpeando con una fuerza inusitada. Aquí, la cuestión esencial es que las aerolíneas no pueden solicitar la ayuda del Estado cuando las cosas van mal si cuando van bien no pagan impuestos ni aportan nada a la acción climática. Por eso, cualquier plan de rescate o apoyo debería quedar condicionado al pago de impuestos y a la adopción de políticas de combustibles limpios por su parte cuando la recesión haya terminado.
Europa está a punto de afrontar una época complicada. Si todos ponemos de nuestra parte, podremos superar la crisis sanitaria. Si actuamos con inteligencia, podremos amortiguar el golpe y concentrar unos recursos que son limitados en salir más ecológicos, más fuertes y más resilientes frente al mazazo económico que tenemos por delante.
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